El puente Farvel
Aquel recinto, en la torre
del castillo, parece el sótano de una mazmorra; las troneras están bloqueadas
con lonas de un galeón bucanero; velones grasientos despiden humo aceitoso y la
bruma oscura se acumula adherida al techo. Olor a carne putrefacta y sonido de
respiración jadeante, se mezclan con la niebla fría penetrando por las costuras
en la trama protectora de los tragaluces.
Un monástico, envuelto con capa y capucha, está parado
frente al lecho de Ond el verdugo oficial de la corte; para Ond ha llegado su
momento de comparecer ante el juicio frente al puente Farvel, hacia la tierra
de los muertos. La pasarela es frágil, y existe una dura condición para evitar
su desplome con el peso de un alma.
La cara del místico permanece escondida en la caverna del
capuchón, el brillo de sus ojos y los vahos pulsantes del aliento son la única
evidencia de pertenecer a los seres vivos. Este hombre puede distinguir lo que
el moribundo Ond está viendo. Ambos conocen la presencia de incontables
espectros desfilando por el recinto, surgiendo por una pared y desapareciendo
por la opuesta, luego de lanzar miradas indescifrables sobre el agonizante. Debajo
del puente Farvel, se mueven sombras imposibles de representar en una mente
sana, esperando la caída del alma condenada a nadie sabe qué terrible destino.
Los
fantasmas, que habían estado cruzando la habitación, cesaron de aparecer.
Ninguno de ellos aceptó custodiar el alma de Ond hasta el otro lado, única
manera en que el puente Farvel habría permanecido estable para permitir el
paso. Hasta ese instante el torturador, asesino y verdugo Ond, estaba condenado
a caer al abismo infinito; no contaba con un espíritu amigo, incluso los
espectros de sus padres lo miraron con temor antes de huir hacia la pared de
piedra.
El monje irguió la cabeza, por un momento dejó de emitir
volutas de aliento y también Ond, desde la cama, mostró centrar su atención
sobre un ondear en las imágenes del puente Farvel.
—Viene un alma
desde el otro lado del pasadizo —pensó el místico.
Ond, realizando un esfuerzo doloroso, levantó la cabeza y
trató de reconocer la figura que venía cruzando el trémulo sendero. Apretaba
con fuerza los párpados y abrió, de manera extraordinaria, sus ojos de color
azul como el hielo de los glaciares.
El religioso había girado despacio para distinguir la
figura lejana, casi dio un paso adelante para mejorar la visión, pero se
detuvo, habría sido un error fatal acercarse por voluntad propia al puente Farvel,
aquello tenía un precio demasiado alto, y prefirió esperar un instante más.
—Es pequeño, no percibo mucha claridad en su
pensamiento, es alguien simple e inocente. ¿Es posible que un niño, al morir,
su alma continúe siendo así? No comprendo —así pensaba el monje mientras analizaba
en su memoria los escritos más antiguos respecto al mundo de los muertos.
La diminuta
figura, confundida con las tinieblas del fondo y la negrura bajo el puente
Farvel, aumentaba muy poco de tamaño a medida que la distancia se acortaba.
La voz
de Ond, ronca por el esfuerzo de contener alaridos de dolor, sonó altanera y
burlona.
—No te
reconozco espíritu. He matado muchos niños, no veo porqué uno de ellos podría
sentir afecto por mí y querer acompañarme al mundo de los muertos.
Unos
segundos después la menuda sombra llegó hasta el borde más cercano del puente
Farvel. Allí se detuvo, la niebla se movió con levedad y luz de los velones
encendidos mostraron algo inconcebible para el monje.
—No es posible. Seres así no pueden existir
en el mundo de los muertos donde sólo almas pueden habitar. Nada hay escrito
que lo demuestre, esto es una visión demoníaca —el religioso no pudo
apartar la vista de aquel espectro.
Ond,
el asesino, abrió la boca para inspirar con fuerza. La sorpresa lo mantuvo
congelado; gotas de sudor en su cara se evaporaron y el color de la piel se
tornó cadavérico. Entonces habló siseando.
—Te
recuerdo. Vi tu cuerpo herido a un lado del camino. Nadie te prestaba atención;
no te quejabas, sólo miraste la gente al pasar, esperando te patearan en
cualquier momento.
Ond
intentó incorporarse, el pequeño espectro llegó hasta el pie del camastro y
entre vapores de niebla sus ojos miraban al verdugo mientras el agonizante
hablaba.
—En ésta
habitación curé tus heridas, me acompañaste largo tiempo; en mis borracheras te
maltraté, y nunca me guardaste rencor.
El
verdugo se levantó de la cama y siguió al pequeño espectro. Dijo entonces con
voz llena de paz:
—Recuerdo
tu muerte Bamse, ya viejo y débil. Lloré a escondidas, fue la única vez en mi
vida que lo hice.
El
monje vio alejarse el alma de Ond, caminando junto a un perro que movía la
cola. Cruzaron el puente Farvel y desaparecieron en el oscuro paisaje.
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