viernes, 7 de junio de 2013

CUATRO GATOS Y BARBARREL

Cuatro gatos y Barbarrel

Tres gatos negros avanzan por el bosque. Una sombra los sigue sin dejarse ver.
         — ¿Cuánto falta? —maulló Kafar, uno de los tres felinos.
         —El cuervo graznó bien claro, debemos viajar por la Selva Oskura hasta llegar al otro lado —contestó Farfa, el segundo de ellos.
         — ¿Habrá más interesados? —preguntó el tercer gato, de nombre Ñakar.
         —El cuervo lo repitió varias veces —rezongó Kafar—, recuerden sus graznidos: “Barbarrel, la bruja de la Selva Oskura, requiere un gato negro, hábil para trabajar bajo presión y con público agresivo; buen ingreso e incentivos”
         Los amigos, conocidos como los tres mosqueteros, ahora ascendían por terreno boscoso.
         —Algo nos sigue —maulló Farfa—, desde que salimos me pareció ver una sombra.
         —Porqué no lo dijiste —gruñó Kafar.
         —Tengo miedo —gimió Ñakar.
         —Vamos a emboscarlo, trotemos un poco y nos escondemos —bufó Kafar, ahora menos regañón; estaba muy asustado pero nunca lo confesaría.
         Así lo hicieron, durante un rato trotaron cuesta arriba, de repente, cuando Kafar dio la orden, se escondieron detrás de árboles enormes y nudosos. Aunque era temprano ya estaba oscureciendo y su negro pelaje los ocultaba con facilidad.
         Segundos después una mancha dorada apareció con precaución y maulló.
         —Están escondidos. Salgan, salgan —chilló una y otra vez una joven gata amarilla.
         Los tres gatos negros saltaron al centro del claro. Ella permaneció tranquila y tomó asiento en la hierba.
         —Voy al mismo lugar que ustedes —ronroneó con tranquilidad.
         Los tres gatos negros abrieron ojos y boca por la sorpresa, se miraron unos a otros y comenzaron a reír. El ataque de risa era tan fuerte que se revolcaban en la hierba, abrazados entre ellos. La gata amarilla los miraba sin participar de tanta alegría. Mientras tanto una oscuridad misteriosa seguía aumentando en la Selva Oskura.
         Ñakar se paró frente a la gata, controló su siguiente carcajada y maulló con dificultad para no sonreír demasiado, aunque el temblor de su bigote no se detuvo.
         —Muchachita, el cuervo graznó bien claro: “un gato negro”, no: “una gata amarilla”
         —Es ridículo —agregó Farfa—, imagina: tú sobre la mesa de Barbarrel, al lado de ollas humeantes, rodeada de calaveras oscuras y velas negras. Desentonas por completo.
         Kafar se adelantó muy cerca de la gata.
         — ¿Niña, de dónde vienes y cómo supiste de la llamada de la bruja Barbarrel? —gruñó, fingiendo seriedad.
         —El cuervo graznó el mensaje por encima del caserío —contestó la gata amarilla—, lo oí desde el techo de una choza y mi nombre es Lucerito.
         La explosión de carcajadas fue mayor que la anterior. La gata amarilla permaneció impasible, mientras los tres gatos negros lloraban de risa.
         — ¿Te imaginas el gato de una bruja con el nombre Lucerito? —chilló uno, con voz atiplada por las carcajadas.
         —Gato no, gata —maulló otro, y las risotadas arreciaron.
         —Y amarilla —pudo el tercero aullar, mientras se enjugaba lágrimas sobre los bigotes.
         La negrura terminó de caer sobre la Selva Oskura, nubes gruesas no dejaban pasar luz de luna. La misteriosa oscuridad sólo dejaba ver los cuatro pares de ojos amarillos.
         Entonces una voz raspante y chillona vibró en la selva.
         —No hablen más, no parpadeen o los convertiré en ratas y serán perseguidos por zorros y lobos hambrientos.
Los cuatro gatos quedaron paralizados de terror. Nunca antes la habían visto ni oído, pero estaban seguros que la bruja Barbarrel había llegado.
Alrededor de ellos comenzaron a moverse sombras sin forma, mucho más oscuras que un gato negro. Con sus largos bigotes cada felino sintió la cercanía de pelambres, ásperas como las escobas; el olor de bestias extrañas se metió en sus narices, ronquidos amenazadores les dejó sin respiración.
En secuencia, tres de los cuatro pares de ojos amarillos se apagaron. Quedó sólo uno, brillante y fijo, sin parpadear. Transcurrió un largo momento, mientras los gruñidos de las bestias hediondas se repetían.
Entonces sonó una larga carcajada, similar a un aullido.
—Muy bien, quedó uno. Puedes parpadear —bramó la estremecedora voz en la oscuridad.
El par de ojos amarillos parpadeó, varias veces y con rapidez. Algo parecido a un suspiro de alivio sonó muy suave.
La bruja Barbarrel había creado una negrura muy intensa, tampoco ella podía ver la figura del gato que permanecía con los ojos abiertos.
— ¿Porqué viniste? —preguntó la voz de Barbarrel.
—Quiero estar al servicio de Barbarrel, la bruja de la Selva Oskura —maulló un gato.
— ¿Porqué?
—Para aprender —volvió a maullar el gato.
—Pregunté por qué, no para qué —gruñó la bruja.
—En mi familia existió un antepasado muy importante, trabajó para una bruja. Yo quiero continuar la tradición —explicó el gato, entre cortos y largos chillidos.
— ¿Para qué? —bufó la bruja.
—Quiero ser una gata poderosa.
— ¿Una gata? ¿Eres un gato y quieres ser una gata?
—No, no. Soy gata y quiero ser poderosa.
Barbarrel rugió con fuerza.
— Yo pedí gatos, no gatas. Hace muchos siglos no tenía tan cerca una de ustedes. Había olvidado su olor.
La voz de la gata sonó tímida al preguntar.
— ¿Porqué sólo gatos?
Se repitió el bufido de rabia.
—Es la tradición —entonces meditó un instante y continuó con voz más calmada—; tienes valor, podrías servir, una gata negra se parece mucho a un gato negro y nadie se dará cuenta.
—Soy una gata amarilla —contestó, con voz más segura, la voz de la gata.
Se repitió el bufido, pero no tan fuerte.
— ¿Amarilla? Bien, en la oscuridad hasta a una bruja le puedes parecer un gato negro, como los famosos Gargañel, Karkazóan o el terrible Panfechel, eran grises y nadie lo notó; sus nombres hacían estremecer a los más feroces ogros.
La gata casi no la dejó terminar de hablar.
—Mi nombre es Lucerito.
El rugido sonó una vez más.
— ¿Lucerito? ¿Eres una gata amarilla y tu nombre es Lucerito? No reúnes ninguna de mis exigencias —de nuevo meditó antes de continuar—; pero tienes valor. ¿Por qué crees que debería contratarte?
Lucerito maulló con rapidez.
—Porque eres la bruja Barbarrel y puedes cambiar las costumbres que no sirven para nada. En el suelo están desmayados tres aspirantes, ellos cumplen con los requisitos de la tradición, pero no funcionan.
Barbarrel ronroneó complacida.
—Muy bien, Lucerito. Sígueme.
—No te veo —chilló Lucerito.
Las nubes dejaron pasar algo de luz de luna. La bruja resultó ser una mujer con cabellera color violeta, caminaba como una sombra entre los árboles del bosque.
— ¿Y ellos? Siguen desmayados —maulló Lucerito, señalando los tres gatos negros tendidos en el suelo.
—No sirven —gruñó Barbarrel.
—Son valientes —maulló con suavidad la gata amarilla—, a pesar de su miedo vinieron hasta aquí porque te admiran, su mayor sueño es trabajar a tu lado.
La bruja se quedó mirando los tres pequeños bultos negros, y bufó con aspereza.
—Serán tus ayudantes. Más tarde vendrá el cuervo para avisarles.
Los cuatro gatos, Kafar, Farfa, Ñakar y Lucerito, sirvieron a Barbarrel durante sus siete vidas y fue creada una nueva tradición: gatas y gatos de todos colores en los castillos de las brujas.






LOS ARTISTAS DE LA CARNE


EL PUENTE FARVEL

El puente Farvel

Aquel recinto, en la torre del castillo, parece el sótano de una mazmorra; las troneras están bloqueadas con lonas de un galeón bucanero; velones grasientos despiden humo aceitoso y la bruma oscura se acumula adherida al techo. Olor a carne putrefacta y sonido de respiración jadeante, se mezclan con la niebla fría penetrando por las costuras en la trama protectora de los tragaluces.
            Un monástico, envuelto con capa y capucha, está parado frente al lecho de Ond el verdugo oficial de la corte; para Ond ha llegado su momento de comparecer ante el juicio frente al puente Farvel, hacia la tierra de los muertos. La pasarela es frágil, y existe una dura condición para evitar su desplome con el peso de un alma.
            La cara del místico permanece escondida en la caverna del capuchón, el brillo de sus ojos y los vahos pulsantes del aliento son la única evidencia de pertenecer a los seres vivos. Este hombre puede distinguir lo que el moribundo Ond está viendo. Ambos conocen la presencia de incontables espectros desfilando por el recinto, surgiendo por una pared y desapareciendo por la opuesta, luego de lanzar miradas indescifrables sobre el agonizante. Debajo del puente Farvel, se mueven sombras imposibles de representar en una mente sana, esperando la caída del alma condenada a nadie sabe qué terrible destino.
Los fantasmas, que habían estado cruzando la habitación, cesaron de aparecer. Ninguno de ellos aceptó custodiar el alma de Ond hasta el otro lado, única manera en que el puente Farvel habría permanecido estable para permitir el paso. Hasta ese instante el torturador, asesino y verdugo Ond, estaba condenado a caer al abismo infinito; no contaba con un espíritu amigo, incluso los espectros de sus padres lo miraron con temor antes de huir hacia la pared de piedra.
            El monje irguió la cabeza, por un momento dejó de emitir volutas de aliento y también Ond, desde la cama, mostró centrar su atención sobre un ondear en las imágenes del puente Farvel.
            Viene un alma desde el otro lado del pasadizo —pensó el místico.
            Ond, realizando un esfuerzo doloroso, levantó la cabeza y trató de reconocer la figura que venía cruzando el trémulo sendero. Apretaba con fuerza los párpados y abrió, de manera extraordinaria, sus ojos de color azul como el hielo de los glaciares.
            El religioso había girado despacio para distinguir la figura lejana, casi dio un paso adelante para mejorar la visión, pero se detuvo, habría sido un error fatal acercarse por voluntad propia al puente Farvel, aquello tenía un precio demasiado alto, y prefirió esperar un instante más.     
Es pequeño, no percibo mucha claridad en su pensamiento, es alguien simple e inocente. ¿Es posible que un niño, al morir, su alma continúe siendo así? No comprendo —así pensaba el monje mientras analizaba en su memoria los escritos más antiguos respecto al mundo de los muertos.
La diminuta figura, confundida con las tinieblas del fondo y la negrura bajo el puente Farvel, aumentaba muy poco de tamaño a medida que la distancia se acortaba.
La voz de Ond, ronca por el esfuerzo de contener alaridos de dolor, sonó altanera y burlona.
—No te reconozco espíritu. He matado muchos niños, no veo porqué uno de ellos podría sentir afecto por mí y querer acompañarme al mundo de los muertos.
Unos segundos después la menuda sombra llegó hasta el borde más cercano del puente Farvel. Allí se detuvo, la niebla se movió con levedad y luz de los velones encendidos mostraron algo inconcebible para el monje.
No es posible. Seres así no pueden existir en el mundo de los muertos donde sólo almas pueden habitar. Nada hay escrito que lo demuestre, esto es una visión demoníaca —el religioso no pudo apartar la vista de aquel espectro.
Ond, el asesino, abrió la boca para inspirar con fuerza. La sorpresa lo mantuvo congelado; gotas de sudor en su cara se evaporaron y el color de la piel se tornó cadavérico. Entonces habló siseando.
—Te recuerdo. Vi tu cuerpo herido a un lado del camino. Nadie te prestaba atención; no te quejabas, sólo miraste la gente al pasar, esperando te patearan en cualquier momento.
Ond intentó incorporarse, el pequeño espectro llegó hasta el pie del camastro y entre vapores de niebla sus ojos miraban al verdugo mientras el agonizante hablaba.
—En ésta habitación curé tus heridas, me acompañaste largo tiempo; en mis borracheras te maltraté, y nunca me guardaste rencor.
El verdugo se levantó de la cama y siguió al pequeño espectro. Dijo entonces con voz llena de paz:
—Recuerdo tu muerte Bamse, ya viejo y débil. Lloré a escondidas, fue la única vez en mi vida que lo hice.
El monje vio alejarse el alma de Ond, caminando junto a un perro que movía la cola. Cruzaron el puente Farvel y desaparecieron en el oscuro paisaje.






jueves, 6 de junio de 2013

EL CURADOR


PEDIGRI



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