miércoles, 29 de septiembre de 2010

LA MAESTRA


Cuando caminaba hacia la escuela tenía que enfrentar toda clase de peligros, había animales enormes buscando su presa entre los escombros de las casas. Los cazadores de cabezas habían aparecido en algunas esquinas, con sus horribles cráneos rapados llenos de tatuajes y cicatrices, en la cintura les colgaban sus macabros trofeos y tenía que esquivarlos arrastrándome por las alcantarillas para llegar a tiempo al colegio.
Cuando la maestra pasaba lista, en lugar de presente, decíamos llegué, y cuando alguien no contestaba, hacíamos un minuto de silencio. La maestra vivía en el salón de clase, puertas y ventanas trancadas con barras de hierro y un revólver en la cintura. Era gordita, se llamaba Dolores, pero se movía muy rápido si era necesario.
Recuerdo una vez, cuando un cazador de cabezas le dijo un piropo — no entendimos qué había dicho— fue algo sobre el sabor de no sé qué cosa; saltó sobre él y lo arrastró desde la acera de enfrente hasta el escaparate donde guardaba colchones viejos. El hombre estaba solo, sus compañeros no se dieron cuenta de nada, ella lo había atontado de un cabezazo en la frente, lo desarmó, le quitó su garrote con clavos, lo amarró y le tapó la boca con cinta adhesiva.
Una niña que vivía cerca, nos dijo después, que en la noche se oían las risas de ella y los quejidos del cazador, y eso que las puertas y ventanas del salón estabas cerradas. Nunca supimos si el hombre logró escapar, todos los niños y niñas llegamos a una sola conclusión: la maestra se lo comió por partes, cada noche un pedacito.